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Sábado, 05 Abril 2014 00:43

LOS MOTELES

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Lo mejor de los moteles no son las sillas ni los espejos, sino esa sensación de clandestinidad que dan.

 

Al comienzo, mi novio se aterraba. No entendía por qué, si ambos vivíamos solos, teníamos que ir en busca de un motel. Me decía que en nuestras respectivas casas estaba todo lo que necesitábamos: la comida que nos gustaba, las almohadas, una tina y una tele grande.

Suficiente para él, pero no para mí.

A mí me encantan los moteles. Me gusta dejar a veces la comodidad de mi casa para ir a explorar los cuartos extraños de un motel.

Finalmente, lo convencí y nos fuimos a explorar. Estuvimos en uno que queda en La Calera y que es helado. Aunque tiene calefacción, solo sirve para las tardes de sol porque uno, además, se siente como en un refugio campestre.

Fuimos a los que quedan por el aeropuerto y a los de la séptima y después de mucho explorar, mi novio se tranquilizó y hasta empezó a disfrutarlos.

Hace poco entramos a una habitación que hay que reservar con algo de anticipación, porque es fabulosa. Es una suite en uno de los moteles de la séptima, y tiene en el primer piso una pista de baile (con tubo y todo) y en el segundo, el resto de los "juguetes".

Mi novio no quiso que bailara, pero subimos y empezamos a pasarla bien. Primero entramos al jacuzzi, y los jets son unos poderosos vibradores que, junto con un baño de espuma que había llevado yo, me hicieron pasar delicioso. Después estuvimos en una silla, como un columpio pero con agarraderas para las piernas, que hay que aprender a usar, pero una vez uno conoce qué puede hacer ahí, es delicioso. Y finalmente rematamos en la cama, que tiene unos espejos en el techo, ideales para ver cómo me la chupaba.

Pero lo mejor de los moteles no son las sillas ni los espejos, sino esa sensación de clandestinidad que dan.

Me excito nada más de pensar que voy de gafas oscuras, que entramos a un garaje para que nadie nos vea salir del carro, y que en las habitaciones de los lados hay personas que van a lo mismo: a tirar.

A veces me quedo callada oyendo cómo gimen los vecinos de habitación, me imagino sus posiciones, sus desahogos, su pasión, y me mojo enseguida.

Un motel es la cuna de los amores prohibidos, del sexo a escondidas, de un paraíso donde nadie juzga a los demás, y eso es fascinante.

Pero también ahí me puedo sentir como una puta, porque todo está hecho para tirar. En cada esquina hay una fantasía. Desde la pista de baile para hacer striptease hasta la ducha transparente.

Al comienzo, mi novio sugirió que mejor cambiáramos la idea de un motel por un hotel, pero nunca es lo mismo. Esas sábanas blancas impecables, la señorita que entra a arreglar la habitación, el cretino minibar, las toallas esponjosas de los baños. Me siento como si estuviera en mi casa, pero mal decorada, y pierde toda la gracia.

Yo prefiero el desgaste y el olor a Sanpic que despiden los moteles. Prefiero ir a una habitación de sexo puro, donde todos compartimos el mismo secreto, a tener que chequearme en una recepción por una noche, con maletica y cepillo de dientes incluidos, porque a veces es delicioso salir de la cotidianidad y aventurarse en el mundo oscuro de los amores prohibidos. Así solo sea una fantasía.

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