La tarde de este jueves, sus amigos le mandaron una banda musical para que entonara las canciones que le gustaban a Juan Carlos Huerta, como la del muchacho alegre y un puño de tierra. Los sollozos eran interminables, ya que varias jovencitas que convivieron con él no podían contener el llanto, mientras que sus amigos se abrazaban al ataúd azul turquesa. Entre tanta gente, sobresalía el brazo de una niña que sostenía globos blancos para soltarlos en el momento adecuado.
Una señora que fue como su madre, derramaba lagrimas como una cascada interminable que caía de sus ojos. Ella sufría mucho, no quería despegarse del féretro donde el cuerpo de Juan Carlos yacía inerte. No lo querían dejar solo, pero mientras seguía cayendo la tarde, la tristeza embargaba a todos porque el último adiós era inminente.
El cortejo fúnebre estuvo compuesto por decenas de automóviles y camionetas que llevaban a los amigos de toda la vida de Juan Carlos Huerta, que, por azares del destino, se nos adelantó en el camino.
Todo fue en silencio, desde la entrada a la calle Pavo Real hasta más arriba, pasando por los colegios privados y después a las calles empolvadas de la colonia Santa María y poco más allá, hasta llegar a la entrada del campo santo, donde sobraron brazos que se ofrecieron a bajar el ataúd de la carroza para postrarlo en el pequeño descanso del panteón de Ramblases.
El rosario se rezó varias veces, la banda cantó y cantó y el llanto y los murmullos de lamento invadían aquel recinto en una tarde nublada, triste, como el ambiente que traía el viento de la montaña.
De una cosa pueden estar seguros todos los que lo conocían y convivieron con Juan Carlos: Era un muchacho muy querido, como pocos, que deja un profundo vacío en el corazón de aquellos que lo quisieron como un hermano, como un hijo, como un compañero o como un confidente.
Descanse en paz Juan Carlos Huerta González.